Por favor, lea algunas de las consecuencias de la ira, para que tenga un poco más de cuidado antes de airarse sin necesidad. La ira es una emoción productora de úlceras estomacales, y alta tensión arterial. Causa dolores de cabeza y erupciones nerviosas en la piel. Disminuye el apetito y a veces aleja el sueño y trae vejez prematura. Causa la destrucción de muchos hogares, la pérdida de buenos empleos y alejamiento de preciosas amistades. La ira, como toda emoción negativa, pueden ponernos enfermos, y en una explosión de indignación puede romperse una pequeña vena cerebral y dejarnos muertos o al menos paralizados. ¿Qué alto precio hay que pagar para darse el lujo de encolerizarse? Airarse es atacarse a sí mismo. Por eso el gran poeta Horacio repetía: “La ira es una locura breve”. San Basilio es un famoso sabio, popularísimo entre las gentes de oriente, que vivió hace quince siglos. Él redactó una descripción de una persona airada, descripción que se ha hechos célebre. Dice así: “Qué espectáculo tan triste el del iracundo: la cara se torna lívida o encendida: el aliento resopla agitado por la tempestad interior; la voz se hace áspera y fuerte; las palabras brotan confusas, impetuosas, sin claridad y sin orden; la mirada se vuelve feroz; y las manos se levantan contra el adversario, y pronto fácilmente se llena e al otro de heridas o se queda lleno de ellas. El iracundo se precipita en graves males, y como los objetos lanzados contra otros, logra destrozar a los demás, pero queda destrozado también él mismo”. La Biblia tiene un libro admirablemente práctico, llamado “Los Proverbios del Rey Salomón”. Allí se dicen estas palabras que por más de 22 siglos han hecho bien a quienes las leen: “Luego, en seguida, el imprudente manifiesta su ira. En cambio el prudente sabe disimular su cólera. No te apresures a enojarte, porque la ira es propia de gentes sin dominio de sí mismos. El que es prudente es tardo para encolerizarse; en cambio el imprudente se aíra por cualquier cosa y hará locuras. Quien sabe dominar su ira, vale más que el que logra conquistas una ciudad”. La ira envejece el rostro y lo hace repulsivo.
Del gran Sócrates, el mayor filósofo de la antigüedad, que vivió cinco siglos antes de Cristo, narran las historias que un día un discípulo le hizo una grave ofensa y él no lo reprendió. En cambio al día siguiente sí le hizo la debida corrección, el joven le preguntó: “¿Maestro y por qué no me reprendió ayer cuando lo ofendí?” Y el sabio le respondió “Ayer no podía corregirte porque yo estaba encolerizado, y todo lo que se dice en un momento de ira, queda mal dicho. Qué gran verdad para no olvidar jamás: que todo lo que se dice en un momento de ira queda mal dicho. Por eso cuando la ira nos domina no tenemos más remedio que callar. Lo que digamos encolerizados nos traerá remordimientos después. Cuentas de Atenodoro, el filósofo consejero de César Augusto, que cuando el emperador le pidió un consejo para no decir ni hacer imprudencias en momentos de ira y disgusto, le respondió: “Cuando estés lleno de ira, debes respirar profundo dos veces, antes de decir cualquier palabra o respuesta”. Y este sistema le evitó al mandatario tantas imprudencias, que lo recomendaba después como uno de los mejores consejos que había escuchado en toda la vida: respirar profundo dos veces, antes de hablar cuando se está encolerizado.
Y no olvidemos el adagio popular “Si callamos las palabras que deseábamos decir en un momento de ira, nos evitaremos para después muchas horas de angustia”. San Vicente decía: “Tres veces he obrado con ira, y las tres veces ice todo al revés”. Y S.F. de Sales repetía muchas veces a sus discípulas: “Es mejor que se diga de Ustedes que nunca se encolerizan, y no que se encolerizan justamente”. Porque analizando bien los hechos, son rarísimas las veces que podemos afirmar ciertamente que la causa que produjo nuestra ira era tan grande, tan grande, que bien merecía exponerse por ella a todas las terribles consecuencias que trae airarse”, Un padre de familia a una hija suya que se llenaba de ira por cualquier pequeñez, le dijo un día: “Qué bueno que cada vez que te encolerices te miraras al espejo. Seguramente tu amor propio te haría cambiar ese rostro tan agrio que pones, por un rostro de persona tranquila. Y recuerda: tu rostro no te pertenece. Tu rostro pertenece a los demás. Es un regalo que vas brindando a quienes tratan contigo. Pero tu ira y tu mal genio hacen que ese regalo tuyo que debería ser apacible y agradable, se convierta en un regalo antipático y entristecedor”.