El sabio Caldas narra un hecho presenciado por él en nuestras inmensas selvas. Era un árbol corpulento. Centenares de veces habían tronado sobre él las más espantosas tormentas pero ningún rayo logró jamás derribarlo. Por entre sus ramas habían bramado violentísimos los huracanes que corrían a velocidades pavorosas, pero él había permanecido orgullosamente erguido, desafiando a las adversidades. Miles de hombres y animales pasaron desfilando junto a él y llegaron a la muerte. Pero el árbol gigantesco permanecía en pie, derecho, perpendicular, como si los años y los siglos no lo hicieran mella. Sin embargo un día llegaron unos pequeños animales.
Eran una especie de termitas o comejenes. Y el árbol colosal les dio cabida entre sus raíces. Eran tan pequeños que parecían no ofrecer peligro alguno. Pero si su estatura era pequeñísima, su apetito era inmenso, insaciable. Y empezaron a roer. Poco a poco aquel gigante de la selva comenzó a notar el debilitamiento que en su vitalidad producían esos diminutos roedores. En mala hora les había dado cabida dentro de sí y ahora querían acabar con él. Y un día, cuando sus raíces se hallaban ya totalmente devoradas por los pequeños insectos, un huracán, una ráfaga de viento arrancó con facilidad esa mole inmensa que parecía desafiaba a todas las convulsiones y a la duración misma de los siglos. En ruidosa y estrepitosa caída envolvió todo cuanto existía en su vecindad. Hombres, animales, plantas, todo quedó oprimido bajo su inmenso peso.
El silencio augusto que reinaba [a] su alrededor se interrumpió con el ruido espantoso que causó su caída. No fue el diente del jabalí, ni las garras del tigre, ni el veneno temible de las serpientes, ni el hacha destructora de los leñadores lo que logró derribarlo. La causa fue sencillamente: haber dado hospedaje dentro de sí a unos diminutos roedores que acabaron con la fuerza de sus raíces… y esto es lo que ha sucedido a personalidades tan robustas. Se dejaron atribular por insignificancias cuyo recuerdo deberían haber alejado de sí como se alejan los insectos roedores de un sitio que se quiere conservar bien. “La vida es demasiado breve para dedicarla a preocuparse por pequeñeces” decía Carnegie.
Quien da cabida en su pensamiento a preocupaciones por insignificancias, puede estar seguro de que estos pequeños comejenes o gorgojos echarán por tierra el árbol de su salud mental. Y a la primera contrariedad fuerte o al primer problema de envergadura que se le presente, el vigor de su espíritu estará ya tan debilitado por los ataques de las pequeñeces que lo hacían preocuparse, que caerá estrepitosamente en el abismo de la frustración y de la desesperanza y arrastrará consigo a sus empresas, ilusiones e ideales.
Por eso de vez en cuando debemos preguntarnos: ¿Esto que me está preocupando sí en verdad tiene tanta importancia como para que yo le conceda un puesto especial en mi mente y autorización para que destroce mi sistema nerviosos y mi salud mental? ¿De veras? Jesús sentía un verdadero temor a que sus discípulos se dejaran envenenar por las preocupaciones, y repetía frecuentemente “No os preocupéis, ni por el alimento, ni por el vestido, ni por el día de mañana. No os preocupéis. Mi Padre Dios os ama y sabe lo que vais a necesitar. ¿No habéis visto a las aves de los árboles que no tienen silos o graneros de aprovisionamiento y Dios cuida de ellas? ¿No habéis visto a las flores del campo que no tienen almacenes y mi Padre las viste tan elegantemente? No os preocupéis. ¡Vosotros valéis más que muchas aves y flores!
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